LAS BENÉVOLAS.
(Les Bienveillantes) *
Jonathan Littell.
Traducción: Mª Teresa Gallego Urrutia.
RBA Libros S.A.
1ª edición. Octubre 2007.
Género: Novela histórica.
Tapa dura con sobrecubierta.
24 x 16. 991 pp.
ISBN. 978-84-89662-52-0
Max Aue es un oficial del SD (Servicio de Seguridad), una rama de las SS.
Casado, con hijos y viviendo en Francia, treinta años después de acabar la guerra desgrana sus recuerdos y rememora la cruel lucha entablada en Rusia y la salvaje represión de que fueron víctimas tanto los rusos como los judíos a manos de los Einsatzkommandos. Cuando, poco a poco, la historia va cambiando y el genocida se transforma en víctima, continúa la “lucha contra el judaísmo”, aunque esta vez disfrazada bajo el intento de incrementar la producción bélica del Reich, encargo que recibe el protagonista del RFSS Himmler, auspiciado por Albert Speer. Para ello, Aue nos lleva de la mano por diversos campos de concentración en los que nos muestra todo el mal de que es capaz el ser humano. El horror de esos años acaba en Berlín, en 1945, con la caída del régimen que propició el Holocausto.
Paralelamente, Aue, gemelo, se ve envuelto en el asesinato de su madre y de su padrastro, es investigado por la Kripo (Policía Criminal) y nos insinúa una relación, no sólo fraterna, con su hermana, de la que está realmente enamorado.
La novela, premio Goncourt 2006 y Premio de la Academia Francesa 2007, viene precedida del escándalo. Tachada por algunos de revisionista, defenestrada por unos y elogiada por otros, lo cierto es que no puede dejar indiferente a nadie.
Una gran labor de investigación de Littell, que luego condensa en una novela de casi mil páginas de gran fuerza literaria y, por momentos, de un salvajismo inaudito que, sin embargo, no se nos hace tediosa.
Max Aue, el protagonista, es un nazi, homosexual, cínico y totalmente amoral. Doctor en Derecho, culto e inquieto, aunque todo su cargo de conciencia se traduzca en diarrea y vómitos crónicos, como si tales manifestaciones corporales le sirvieran para justificar lo vivido/narrado. De su mano (aunque después den ganas incluso de lavárselas) revivimos los asesinatos en masa de judíos y disidentes en la campaña rusa, recibimos lecciones sobre el desarrollo de los pueblos del Cáucaso (nacionalismos que, integrados a la fuerza en una Unión de Repúblicas Socialistas, recuperan su identidad en los años noventa del siglo pasado), conocemos al colaboracionismo francés y a sus máximos defensores (Brasillach y Rebatet entre otros), revisitamos la espantosa lucha de ratas en Stalingrado, los bombardeos de Berlín, el plan de aprovechamiento de la fuerza esclava internada en los campos de concentración, las terribles condiciones de la población en el infame Gobierno General (en Polonia) y la hecatombe final a la que se precipita, con rasgos de locura e inconsciencia, el pueblo alemán.
Pero lo más terrible, a mi parecer, es tanto la indiferencia de funcionario que impregna al protagonista y a todos los que le rodean, desde los más bajos a los más altos cargos, en todas sus acciones así como la acusación de que cualquiera podría haber actuado de la misma manera, sólo que la vida deparó la suerte de no estar allí (“si habéis nacido en un país y en una época en la que no sólo nadie viene a mataros a la mujer y a los hijos sino que, además, nadie viene a pediros que matéis a la mujer y a los hijos de otros, dadle gracias a Dios e id en paz. Pero no descartéis nunca el pensamiento de que a lo mejor tuvisteis más suerte que yo, pero que no sois mejores”).
Littell no descubre América, desde luego. De hecho sus descripciones, sus historias, las hemos leído muchas veces en la enorme cantidad de literatura, de memorias, estudios y ensayos que inundaron el mercado desde el final de la guerra.
Incluso muchas de las descripciones de escenarios podría casi asegurar que se han creado en virtud a la existencias de fotografías que presentan casi exactamente lo mismo sólo que en forma de imagen (o a películas ya vistas como “Stalingrado”, “Lacombe Lucien”, “La caída de los dioses” o “El ogro”, por citar algunas).
No dice en realidad nada nuevo, no nos descubre ningún horror desconocido, pero… nos presenta a los asesinos, a los protagonistas en un entorno al que no estábamos acostumbrados ( Eichmann, por ejemplo, no es más que un burócrata que va de despacho en despacho realizando trabajos que sólo son un tornillo más de un engranaje infernal.)
Tiene otra virtud el libro que no es desdeñable. Recopila y recrea entresijos e hilos de las maquinaciones de unos y otros para trepar en la escala jerárquica nacionalsocialista, en la lucha por el poder, se recrea en los odios internos, las divisiones, las trampas y las rencillas, personales o no, de personajes tan importantes y tan banales que influyen, con sus decisiones, en el devenir histórico.
Y uno se pregunta hasta dónde llega la ficción y dónde comienza la realidad.
En resumen, un vertiginoso, amoral, cruento y revulsivo relato de una época en la que imperó la “banalidad del mal” que ya Hannah Arendt expuso desde su relación con Heidegger hasta su conocida obra “Eichmann en Jerusalén”.
Por todo, una obra absolutamente recomendable tanto para los interesados en el tema como para aquellos a los que nunca les ha interesado este campo de estudio.
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* Las Benévolas, por si alguien se lo pregunta, y puesto que parecen no tener una relación directa con el tema del libro (algo que ya plantea como acertijo la revista “Qué leer” de noviembre), son las diosas infernales, las diosas vengadoras, las Erinias de Homero y Hesiodo, las Euménides (“benevolentes” llamadas así con cierto cinismo) y a las que los romanos conocieron como las Infernales. Eran tres: Alecto (“la incesante”), Tisífone (“expiadora del asesinato”) y Megera (“la Odiosa”). A éstas, Eurípides añadió una cuarta, Lisa (“la rabia”).
Jonathan Littell.
Traducción: Mª Teresa Gallego Urrutia.
RBA Libros S.A.
1ª edición. Octubre 2007.
Género: Novela histórica.
Tapa dura con sobrecubierta.
24 x 16. 991 pp.
ISBN. 978-84-89662-52-0
Max Aue es un oficial del SD (Servicio de Seguridad), una rama de las SS.
Casado, con hijos y viviendo en Francia, treinta años después de acabar la guerra desgrana sus recuerdos y rememora la cruel lucha entablada en Rusia y la salvaje represión de que fueron víctimas tanto los rusos como los judíos a manos de los Einsatzkommandos. Cuando, poco a poco, la historia va cambiando y el genocida se transforma en víctima, continúa la “lucha contra el judaísmo”, aunque esta vez disfrazada bajo el intento de incrementar la producción bélica del Reich, encargo que recibe el protagonista del RFSS Himmler, auspiciado por Albert Speer. Para ello, Aue nos lleva de la mano por diversos campos de concentración en los que nos muestra todo el mal de que es capaz el ser humano. El horror de esos años acaba en Berlín, en 1945, con la caída del régimen que propició el Holocausto.
Paralelamente, Aue, gemelo, se ve envuelto en el asesinato de su madre y de su padrastro, es investigado por la Kripo (Policía Criminal) y nos insinúa una relación, no sólo fraterna, con su hermana, de la que está realmente enamorado.
La novela, premio Goncourt 2006 y Premio de la Academia Francesa 2007, viene precedida del escándalo. Tachada por algunos de revisionista, defenestrada por unos y elogiada por otros, lo cierto es que no puede dejar indiferente a nadie.
Una gran labor de investigación de Littell, que luego condensa en una novela de casi mil páginas de gran fuerza literaria y, por momentos, de un salvajismo inaudito que, sin embargo, no se nos hace tediosa.
Max Aue, el protagonista, es un nazi, homosexual, cínico y totalmente amoral. Doctor en Derecho, culto e inquieto, aunque todo su cargo de conciencia se traduzca en diarrea y vómitos crónicos, como si tales manifestaciones corporales le sirvieran para justificar lo vivido/narrado. De su mano (aunque después den ganas incluso de lavárselas) revivimos los asesinatos en masa de judíos y disidentes en la campaña rusa, recibimos lecciones sobre el desarrollo de los pueblos del Cáucaso (nacionalismos que, integrados a la fuerza en una Unión de Repúblicas Socialistas, recuperan su identidad en los años noventa del siglo pasado), conocemos al colaboracionismo francés y a sus máximos defensores (Brasillach y Rebatet entre otros), revisitamos la espantosa lucha de ratas en Stalingrado, los bombardeos de Berlín, el plan de aprovechamiento de la fuerza esclava internada en los campos de concentración, las terribles condiciones de la población en el infame Gobierno General (en Polonia) y la hecatombe final a la que se precipita, con rasgos de locura e inconsciencia, el pueblo alemán.
Pero lo más terrible, a mi parecer, es tanto la indiferencia de funcionario que impregna al protagonista y a todos los que le rodean, desde los más bajos a los más altos cargos, en todas sus acciones así como la acusación de que cualquiera podría haber actuado de la misma manera, sólo que la vida deparó la suerte de no estar allí (“si habéis nacido en un país y en una época en la que no sólo nadie viene a mataros a la mujer y a los hijos sino que, además, nadie viene a pediros que matéis a la mujer y a los hijos de otros, dadle gracias a Dios e id en paz. Pero no descartéis nunca el pensamiento de que a lo mejor tuvisteis más suerte que yo, pero que no sois mejores”).
Littell no descubre América, desde luego. De hecho sus descripciones, sus historias, las hemos leído muchas veces en la enorme cantidad de literatura, de memorias, estudios y ensayos que inundaron el mercado desde el final de la guerra.
Incluso muchas de las descripciones de escenarios podría casi asegurar que se han creado en virtud a la existencias de fotografías que presentan casi exactamente lo mismo sólo que en forma de imagen (o a películas ya vistas como “Stalingrado”, “Lacombe Lucien”, “La caída de los dioses” o “El ogro”, por citar algunas).
No dice en realidad nada nuevo, no nos descubre ningún horror desconocido, pero… nos presenta a los asesinos, a los protagonistas en un entorno al que no estábamos acostumbrados ( Eichmann, por ejemplo, no es más que un burócrata que va de despacho en despacho realizando trabajos que sólo son un tornillo más de un engranaje infernal.)
Tiene otra virtud el libro que no es desdeñable. Recopila y recrea entresijos e hilos de las maquinaciones de unos y otros para trepar en la escala jerárquica nacionalsocialista, en la lucha por el poder, se recrea en los odios internos, las divisiones, las trampas y las rencillas, personales o no, de personajes tan importantes y tan banales que influyen, con sus decisiones, en el devenir histórico.
Y uno se pregunta hasta dónde llega la ficción y dónde comienza la realidad.
En resumen, un vertiginoso, amoral, cruento y revulsivo relato de una época en la que imperó la “banalidad del mal” que ya Hannah Arendt expuso desde su relación con Heidegger hasta su conocida obra “Eichmann en Jerusalén”.
Por todo, una obra absolutamente recomendable tanto para los interesados en el tema como para aquellos a los que nunca les ha interesado este campo de estudio.
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* Las Benévolas, por si alguien se lo pregunta, y puesto que parecen no tener una relación directa con el tema del libro (algo que ya plantea como acertijo la revista “Qué leer” de noviembre), son las diosas infernales, las diosas vengadoras, las Erinias de Homero y Hesiodo, las Euménides (“benevolentes” llamadas así con cierto cinismo) y a las que los romanos conocieron como las Infernales. Eran tres: Alecto (“la incesante”), Tisífone (“expiadora del asesinato”) y Megera (“la Odiosa”). A éstas, Eurípides añadió una cuarta, Lisa (“la rabia”).
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