HA VUELTO.
Timur Vermes.
Traducción: Carmen Gauger.
Editorial Seix Barral.
B. Septiembre 2013.
383 pp.
ISBN. 978-84-322-2036-4
Hay muchas páginas de literatura. Ésta es una más, desde luego. Pero es mía, y en ella recogeré todo lo que me gusta o me llama la atención de alguna manera. Es mi literatura, elegida y recortada a mi medida (aunque sea mucho decir)
PENSAMIENTOS SOBRE LA PAZ DURANTE UN “RAID” AÉREO.
Los alemanes estuvieron aquí encima anoche y anteanoche. Aquí están otra vez. Qué sensación tan extraña, estarse tendida en la oscuridad oyendo el zumbido de un abejorro que puede traer la muerte en su aguijón. Es un ruido que interrumpe cualquier meditación continua y sosegada sobre la paz. Sin embargo es un ruido que – mucho más que las plegarias y los himnos – debería llevarnos a pensar sobre la paz. A no ser que pensemos en la paz, todos - no sólo este cuerpo determinado que se encuentra ahora en esta cama – todos seguiremos yaciendo en la misma oscuridad y oyendo el mismo tableteo mortal sobre nuestras cabezas. Pensemos en lo que podemos hacer para crear el único refugio eficaz contra los aviones, pensemos en ello mientras los cañones de la colina siguen con su “pop, pop, pop” y los reflectores apuntan, como enormes dedos, hacia las nubes, y mientras, de cuando en cuando, cae alguna bomba, a veces muy cerca y otras allá lejos.
Arriba, en el cielo, luchan jóvenes ingleses contra jóvenes alemanes. Los defensores son hombres, y hombres son los atacantes. A la mujer inglesa no se le dan armas para defenderse ni para atacar al enemigo. Tiene que yacer inerme esta noche. Sin embargo, si está convencida de que la lucha que se desarrolla en el cielo es una lucha por la cual quieren los ingleses proteger su libertad y por la que intentan destruirla los alemanes, debe luchar la mujer como pueda, al lado de los ingleses. ¿Hasta qué punto podrá luchar sin armas de fuego por la libertad? Pues fabricando armas, vestimenta o alimentos. Pero hay otra manera de luchar por la libertad sin necesidad de armas: podemos luchar con la mente. Podemos “fabricar” ideas que ayuden al joven inglés que se bate ahora en el cielo para derrotar al enemigo.
Pero, si deseamos que nuestras ideas sean eficaces, hemos de poder dispararlas. Hemos de ponerlas en acción. Y el abejorro del cielo despierta a otro abejorro en nuestro espíritu. Esta mañana había un zumbido en el “Times”… una voz de mujer que decía: “A las mujeres no se les deja decir ni una palabra en la política”. En el Gobierno no hay ninguna mujer; tampoco las hay en ningún puesto de responsabilidad. Todos los creadores de ideas que se hallan en condiciones de llevarlas a la práctica, son hombres. Pensar en esto nos desanima; con ello se fomenta la irresponsabilidad. ¿No es preferible hundir la cabeza en la almohada, taponarse los oídos e interrumpir esa actividad mental, puesto que es tan estéril? No, no podemos interrumpirla, porque existen otras mesas, aparte de las mesas oficiales y de las que reúnen a su alrededor las grandes conferencias. Si cesamos de pensar “privadamente”, si dejamos de pensar junto a la mesa del té, porque pueda parecernos inútil tal actividad de nuestro pensamiento, ¿no habremos dejado con ello al joven inglés sin un arma que puede serle muy valiosa? “No dejaré de luchar mentalmente”, escribió Blake. La lucha mental significa pensar contra corriente, no a favor de ella.
Esta corriente fluye con fuerza impetuosa. Brota torrencialmente de los altavoces y de los políticos. Cada día nos dicen que somos un pueblo libre que lucha en defensa de la libertad. Ese torbellino, esa impetuosa corriente, es lo que ha levantado al joven aviador hasta ese cielo, y la fuerza de la corriente lo mantiene ahí girando entre las nubes. Aquí abajo, con un tejado para cubrirnos y una careta antigás a mano, es nuestra obligación coser las bolsas de las caretas y descubrir semillas de verdades. No es cierto que seamos libres. Tanto nosotras como él somos esta noche unos prisioneros. Él, encerrado en su aparato con una ametralladora al alcance de su mano; nosotras, tendidas en la obscuridad con una careta antigás al alcance de la mano. Si fuéramos libres, estaríamos ahí fuera, al aire libre, o bailando, o en el teatro o asomadas a la ventana, charlando. ¿Quién nos impide hacerlo? “¡Hitler!”, gritan todos los altavoces a la vez. ¿Quién es Hitler? ¿Qué significa? Agresión, tiranía, desatentado afán de poder, nos replican. Destruid esto, y seréis libres.
El zumbido de los aeroplanos es ahora como si aserrasen una rama ahí encima. Gira, y gira, aserrando sin cesar la rama sobre esta casa. Otro sonido se abre paso en nuestro cerebro, también con ruido de sierra: “Mujeres de grandes aptitudes se hallan inmovilizadas a causa del hitlerismo subconsciente que existe en el corazón de los hombres”. Esto lo decía Lady Astor en el “Times” esta mañana. Desde luego, estamos inmovilizadas. Esta noche somos tan prisioneros los ingleses es sus aviones como las inglesas en nuestras camas. Pero si ellos se detienen un rato a pensar, los matarán; y nosotras también. Por eso, más vale que pensemos nostras por ellos. Tratemos de sacar a lo consciente ese hitlerismo subconsciente por cuya culpa estamos inmovilizadas. Es el afán de agresión, el deseo de dominar y de esclavizar. Hasta en la obscuridad podemos verlo ahora. Podemos ver los escaparates deslumbrantes; y las mujeres, mirando los escaparates; unas mujeres pintadas, llamativamente vestidas, mujeres con labios carmesíes y uñas también carmesíes. Son esclavas que intentan esclavizar. Si pudiéramos librarnos de nuestra esclavitud, libraríamos a los hombres de la tiranía. Los tiranos nacen de los esclavos.
Cae una bomba. Retiemblan todas las ventanas. Los cañones antiaéreos entran en actividad. Allá arriba, en la colina, se esconden los cañones bajo una red recubierta con jirones de tela verde y marrón para imitar las tonalidades de las hojas otoñales. Todos los cañones disparan a la vez. La radio nos dirá, a las nueve: “Cuarenta y cuatro aviones enemigos fueron derribados durante la noche pasada, diez de ellos por fuego antiaéreo”. Y una de las consecuencias de la paz, nos dicen los altavoces, será el desarme. No habrá más cañones, no habrá Ejército, ni Marina, ni Aviación en lo futuro. No se entrenará a los jóvenes para que sepan luchar. Todo esto despierta en nuestra mente a otro abejorro, otra cita: “Luchar contra un enemigo importante, ganar honor y gloria imperecederos disparando contra extranjeros, volver al hogar con mi pecho cubierto de medallas, esta era mi máxima ambición…A esto habían tendido mi educación, mi entrenamiento, mi vida entera…”
Son palabras de un joven inglés que luchó en la guerra pasada. Después de leerlas ¿creen sinceramente los pensadores corrientes que les bastará con escribir la palabra “Desarme” en una hoja de papel cuando se hallen reunidos alrededor de una mesa de conferencias? Puede desaparecer la ocupación de Otelo, pero Otelo quedará. No sólo conducen a ese joven aviador que lucha ahí arriba las palabras de los altavoces; lo mueven también sus voces interiores: antiguos instintos, instintos fomentados y mimados por la educación y la tradición. ¿Pueden recriminársele estos instintos? ¿Podríamos extirpar, por ejemplo, el instinto maternal por las órdenes de un conferencia de políticos? Supongamos que una de las cláusulas de la paz fuese: “Sólo podrán tener hijos un limitadísimo número de mujeres especialmente seleccionadas”. ¿Os someteríais? ¿No diríamos: “El instinto maternal es lo que glorifica a la mujer. A esto ha tendido mi educación, mi vida entera…”? Pero si fuera necesario, en bien de humanidad, por la paz del mundo, que se restringiera la procreación, que se ahogara el instinto maternal, las mujeres lo intentaríamos. Los hombres las ayudarían en este propósito.
Una labor parecida debe formar parte de nuestra lucha por la libertad. Debemos ayudar a los jóvenes ingleses a desarraigar de ellos su amor por las medallas y las condecoraciones. Debemos crear actividades más honrosas para los que deseen apagar en ellos su instinto de lucha, su hitlerismo subconsciente. Debemos compensarle al hombre la pérdida de su ametralladora.
Ha aumentado el ruido de la sierra ahí encima. Todos los reflectores se yerguen. Señalan un lugar precisamente sobre este tejado. En cualquier momento puede caer una bomba en esta misma habitación. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis… pasan los segundos. No cayó la bomba. Pero, durante esos segundos de angustia, se ha paralizado el pensamiento. Ha cesado todo sentir, a no ser la sensación de un terror indefinible. Un clavo fijaba el ser entero a una dura tabla. Así pues, la emoción del miedo y del odio resulta estéril, infecunda. En cuanto pasa el miedo, revive la mente y trata de crear. Pero como la habitación está a oscuras, sólo puede crear con la memoria. Y recuerda otros agostos – en Bayreuth, oyendo a Wagner; en Roma, paseando por la Campagna; en Londres. Retornan voces amigas. Resurgen fragmentos de poesía. Cada uno de estos pensamientos, aun sin salir de la memoria han resultado más positivos, vivificantes, saludables y creadores que el turbio sentimiento de miedo y odio. Por tanto, si podemos compensar al joven por la pérdida de su gloria y de su ametralladora, tenemos que proporcionarle sentimientos creadores. Debemos crear la felicidad. Hemos de librarnos de la máquina. Tenemos que sacarlo de su cárcel. Pero, ¿qué objeto tiene liberar al joven inglés si el joven alemán y el joven italiano siguen siendo esclavos?
Los reflectores han localizado ya al avión. Desde esta ventana puede verse un pequeño insecto de plata que gira y se retuerce en el aire. Los cañones siguen con su “pop, pop, pop”. Luego se van callando. Posiblemente, el avión cayó detrás de la colina. El otro día, un piloto alemán logró aterrizar, ileso, en un campo cerca de aquí. Dijo a sus capturadores, en bastante buen inglés: “¡Cómo me alegro de que haya terminado la lucha!” Entonces, un inglés le dio un cigarrillo y una inglesa le preparó una taza de té. Esto parece demostrar que, si se libera al hombre de la máquina, la semilla no cae en suelo de roca. Puede ser fructífera esta semilla.
Por fin, todo el cañoneo cesó y todos los reflectores se apagaron. Vuelve la oscuridad normal de una noche de verano. Se oyen de nuevo los sonidos del campo. Una manzana cae al suelo. Un búho va chillando de árbol en árbol.”
(DESTINO. Número dedicado a la Fiesta del Libro. B. 21 de abril de 1945. Nº 405).
CUANDO LLEVABAMOS UN SUEÑO EN CADA TRENZA.
Editorial Kailas
Colección Serie Ficción
1ª Edición 2007
ISBN 13: 978-84-89624-27-6
226 páginas
Paralelamente, las disquisiciones de una monja, anciana y rebelde, ponen sobre la mesa, o en el texto, la enorme cantidad de obstáculos que, moralmente, se presentan para conseguir ser un buen cristiano (o una buena cristiana) incluso a pesar de la Iglesia. La hermana Patrocinia nos hila sus recuerdos en el tiempo presentándonos, de forma muy crítica a la vez que lógica, la evolución de las creencias a lo largo de nuestra Historia cercana, desde la época republicana hasta hoy.
* * * * * *
Después de leer una novela, tengo la mala costumbre de curiosear en la Red qué se respira sobre dicha obra. En este caso, la realidad es decepcionante. Dos o tres reseñas (ésta, claro, será una más) que no dicen nada, que se repiten – o se copian - de una a otra, transcripción literal casi de la contraportada del libro.
Éste, como algunos de los que he leído últimamente, es un “libro de mujeres”. Siempre me ha llamado la atención lo que muchos damos en llamar “el mundo de las mujeres”. Y no hay mujeres más dispares en esta novela que Puri, Trini, Pili, Mari, Yoli o Loli. Pero, aún en su disparidad, no me llegan a calar. Quizás yo no haya sabido llegar a ellas, ponerme en su lugar, pero sus historias me quedan algo lisas, desenfocadas y un tanto irreales. Como contrapunto de la farsa, cual violón de una orquesta, con voz profunda y dominante, la hermana Patrocinio hilvana su historia, independiente, paralela y contundente.
Hay, pues, que distinguir dos hilos narrativos:
El de las mujeres que se reúnen periódicamente en el bar a contar sus historias, a hablar de ellas y de las demás, unas veces de modo superficial, otras implicándose más en los problemas de sus amigas o pidiendo a éstas que se impliquen en los suyos. Este hilo me parece demasiado costumbrista, a veces obvio y, en mi opinión, demasiado estereotipado. Aunque quizás esa sea la intención del autor; mostrar cómo todo se mueve por estereotipos, encasillamientos de los que es difícil salir y rutinas de las que es casi imposible salvarse.
El otro hilo, más sólido pero a primera vista menos importante, me ha gustado, sin embargo, bastante más. La monja plantea cuestiones históricas, teológicas, inquietudes intelectuales, monólogos que algunas veces “rozan la herejía”, presentándonos una historia de la Iglesia que resulta bastante más interesante que muchas de las confesiones de los personajes del otro hilo argumental.
Me gusta, pero me confunde, el cameo literario que construye el autor en las últimas páginas, así como la intersección, para mí algo forzada, de los personajes de ambas historias en esas páginas citadas y que, a mí, me han costado un poco leer.
Según mi criterio, pues, es un libro hasta cierto punto descompensado. Las dos historias no tienen la misma fuerza, no están tratadas quizás con la misma intensidad.
Pese a ello los personajes, todos mujeres (si exceptuamos a Lucio, el dueño del bar, el “pepito grillo” o “la memoria de éstas”) se enfrentan a una misma situación: el descontento entre los sueños, las esperanzas de su juventud y la realidad demoledora de sus tristes vidas actuales.
Todos somos rehenes de nuestros sueños Quizás por eso, ellas evocan, con cierta envidia mezclada con tristeza, aquel pasado en el que, resumido en el título del libro, “llevaban un sueño en cada trenza”.
(Publicada en la web www.ciberanica.com)
EL NIÑO / EL BACHILLER / EL INSURRECTO (Trilogía de Jacques Vingtras)
Haruki Murakami.
Tusquets Editores. Colección Andanzas nº 649. Barcelona.
Febrero 2008. 1ª edición.
Traductora: Lourdes Porta.
ISBN: 978-84-8383-047-5
Rústica. 22,5 x 15. 386 páginas.
Murakami siempre me sorprende. Desde su primer libro que leí, “Crónica del pájaro que da cuerda al mundo” hasta esta serie de veinticuatro cuentos, pasando por Tokio Blues. Norwegian Wood. (Sí, ya sé que me quedan algunas muy importantes como “Sputnik, mi amor”,” Al sur de la frontera, al oeste del sol”, “La caza del carnero salvaje” o “Kafka en la orilla” – ¡qué bellos títulos! - , pero nadie es perfecto, aunque algunas de ellas las tengo esperando en la zona de “leíbles”).
El autor: Según sus críticos, Murakami empezó tarde en la literatura (él mismo comenta que viendo un partido de beisbol decidió escribir), pero nunca es tarde si la dicha es buena. Amante casi obsesivo del jazz (lo comprendo), su afición a este género musical le hace plasmar en sus novelas numerosas referencias al tema. Es normal, claro.
Admirado por unos, vilipendiado por otros, cualquier persona que sobresale en alguna de las artes deberá enfrentarse a esa contradicción. El caso es no hacer caso (redundancia) de ello.
La obra: Veinticuatro cuentos. En un programa literario, hablando de esta obra, uno de los participantes resumía su crítica, antela aquiescencia del director de éste, diciendo algo así como “24 misterios que hay que desentrañar para obtener toda la sustancia de lo que Murakami escribe”. Personalmente no pienso que sea así.
Es cierto que cada relato es un misterio. En cada uno de ellos aparece un hecho inexplicable, desconcertante. Pero que nadie busque desvelarlo al final de cada historia. Los misterios están ahí como la ensalada en las comidas. Casi como un acompañamiento, la sazón que se añade, el darle buen sabor. Pero, al final, cada cuento es sólo el reflejo de una opresiva, obsesiva e inevitable, rutina diaria.
Llego a la conclusión de que, en esos relatos, Murakami expone el vivir por el vivir, sin solución. Oportunidades perdidas, paraísos soñados y nunca desvelados, escaleras que se suben peldaño a peldaño sin más, hasta llegar al último y encontrarse con que el piso superior no difiere en gran medida del inferior. (Sin valorar que es un compendio que abarca desde sus primeros cuentos – harto deficientes – hasta los últimos, perfilados y elaborados con mimo como si de un bonsái se tratara)
Pero así es el autor. Con complejidades, pero sin soluciones.
Cada cuento está estructurado con un misterio que está ahí porque sí, como cada una de esas incógnitas en las que nosotros, personajillos de a pie y no literatos, nos encontramos día a día. ¿Se resuelven? No, posiblemente; o al menos, en su mayoría. Se quedan como asignaturas pendientes, como peces enganchados a un anzuelo que no tienen más relevancia que la de extraer un ser de un medio misterioso, oculto y que desconocemos en gran medida: el océano.
Y ahí está el interés de Murakami; con su complejidad teñida de simpleza o viceversa. Mas, ¿quién es capaz de bucear en el océano?
De una u otra manera el verbo, fluido y atractivo, el ambiente, con pinceladas de ese exotismo oriental, y las situaciones, impregnadas de una filosofía que nos transciende a los occidentales, hacen de la obra un volumen que es digno de leer.
Cuando lo acabemos podremos decir “mucho rollo” o “extraordinaria”. No importa; de una u otra manera entraremos dentro de uno de los dos grupos de los que hablé anteriormente.
Personalmente, a mí me ha gustado. Bastante.
Y para mí (redundancia), con eso es suficiente.
Seguiré siendo un incondicional de su obra.
La encontré por casualidad, al azar, despistada y confusa entre un montón de libros recién salidos de las prensas y expuestos en forma simuladamente anárquica encima de una mesa que era, a la vez, expositor y catafalco, principio y fin de muchas esperanzas literarias.
Allí descansaba Ángeles Mastretta. Y sin ella saberlo, sin presentirlo y en contra de mi propia voluntad me arrancó la vida haciéndome, desde ese momento, un incondicional de ella misma expresada en un desordenado alfabeto. Su feminismo suave – en aquel momento – haciendo protagonistas de una vida a la esposa de un General, cautivó mi interés.
Quizás incluso me enamoré de ella, o de la protagonista de aquella novela que se abrió en mis manos hace ya veinte años.
Pero los amores no son correspondidos por quien ignora tu vida.
Y, al paso del tiempo, como en un hechizo, sucumbí al mal de amores. Era lógico, se veía venir y, por supuesto, totalmente previsible. Con ese mal vinieron los celos. Cada vez que me encontraba con ella, olía ciertamente a García Márquez. El coronel Aureliano Buendía se me presentaba transformado en Daniel Cuenca, el amor de juventud de Emilia Saurí, una gran mujer que compagina sus dos amores en un velado triángulo amoroso que domina la protagonista. El feminismo sigue flotando en el ambiente de un México de principios del siglo XX, una época en la que ser feminista debía ser tan difícil como ahora presumir de no serlo.
La rondé y pasé, cogido de su brazo, ante mujeres de ojos grandes, rectoras de sus propias vidas y de sus decisiones, erradas o no. Yo, cohibido, evitaba mirarlas demasiado tiempo, intentando así la ilusión de evitar las murmuraciones.
En el calor del atardecer de Puebla nos dijimos nuestras confidencias, como oraciones buscando el corazón del otro. Ella, obsesionada con la vida, ansiosa de vivirla me contó sus secretos, me convenció de que la vida era para vivirla, para asombrarse con cada una de las nimiedades y contradicciones que ésta nos presentaba a diario. “En conclusión, – me dijo antes de que pudiese respirar hondo y desasirme de su hechizo – el cielo de los leones a veces es inalcanzable, cariño mío”.
Rendido, pues, a sus pies, le pedí que me dejase vivir con ella, despertar en sus sueños, oír de sus labios algunas frases hermosas.. . y entré en el clan de los Maridos.
Y en él estoy. He sido, desde entonces, veleidoso, olvidadizo, interesado, enamoradizo, consentido y consentidor, feroz y cobarde, machista y feminista,… He sido tantos hombres, casi todos prescindibles, que ya ni me acuerdo. Y ella ha sido todas las mujeres que pude uno imaginar. Fuertes, débiles, dependientes e independientes, madres, esposas y amantes, pero siempre, o casi, la columna vertebral y el eje principal de cada una de las familias que formamos y a muchas de las cuales yo abandoné.
Cuando terminé de leerme en Maridos, sentí que Ángeles se había vengado de mí en todos los hombres. Y había clamado justicia en todas las mujeres. Un poco injusto, a mi modo de ver, pero encantador, como ella es y como así me había construido en este nuevo libro que acabo de cerrar, de suspírarlo y de recoger de él, como frutas maduras, algunas de las frases más crueles y, a la vez, más bellas que pudiera oír un enamorado de labios de su amada.
Antes de dormirme miro la media naranja absurda de la portada del libro, susurro un “gracias, Ángela”, cierro los ojos y le envío tres besos en silencio de los que sólo ella ha de tener conciencia y yo… poca ciencia.